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La escuela rural de Griegos, en la sierra de Albarracín, al borde del cierre: el drama de muchas escuelas del mundo rural

04/02/2014 Área: Jóvenes Fuente: lasprovincia.es

Unos copos de nieve se lanzan por un tobogán. Otros se balancean en un columpio. A unos metros de ese escueto parque, tras un ventanal, cuatro niños atienden a un maestro. La nieve que hay acumulada por todas partes no les llama la atención. Están hartos de verla. Es la escuela de Griegos, un pueblo colgado del cielo en la sierra de Albarracín, en Teruel, una de esas escuelas rurales que sobreviven con los niños justos para evitar el cierre. La historia se repite en muchos de esos rincones remotos de la España profunda. Las hay en Teruel, en Cáceres, en Lugo, en Castellón... Algunos ayuntamientos de esos lugares perdidos, municipios con unas pocas decenas de habitantes, se devanan los sesos para no quedarse sin escuela. Cualquier número inferior a seis alumnos implica el cierre. La mejor solución, aprovechando la crudeza de la crisis, es poner un cebo para atraer a más niños. Y los niños van de la mano de los padres, desempleados a quienes no les importa mudarse al quinto pino si allí hay un trabajo.

El Ayuntamiento de Griegos ha colocado un par de señuelos. Dos ofertas laborales para atraer a familias con varios hijos en edad escolar. Una de ellas requiere a alguien dispuesto a arreglar jardines, podar árboles o limpiar las calles a cambio de una vivienda sin coste alguno de alquiler. La otra también incluye un apartamento y va destinada a personas con experiencia en cocina: el empleo consiste en regentar el bar de la pista de esquí de fondo situada en la Muela de San Juan. A cambio, 1.000 euros de alquiler y otros 3.000 de fianza.

Manolo Lapuente es el concejal que se encarga de gestionar las solicitudes que llegan a cientos. Algunas provienen de personas nacidas en Venezuela y Suecia. O la de ese camionero que se enteró de la oferta escuchando Radio Nacional de España cuando circulaba por Austria y que llamó en cuanto pudo a su mujer, en Alicante, para explicársela. El edil muestra la zona de esquí y explica que deslizarse por allí es una delicia. El deportista se cruza por el camino con ciervos, corzos y gamos, muy abundantes en los Montes Universales donde se encuentra el municipio de Griegos. Hay tantos que él mismo evita subir hasta la Muela con sus perros-lobo porque la última vez, impulsados por su instinto, «salieron disparados y no volvieron hasta 13 días después».

Un rato de conversación con Lapuente sirve para descubrir que Griegos, como todo pueblo chico, está dividido en dos. Los conservadores y los emprendedores. Siempre a la gresca. Aunque los escasos chavales que corretean por sus calles empinadas salvan las viejas rencillas. «Aquí los niños son patrimonio del pueblo», explica Laura, una mujer de 32 años que hace siete dejó Alaquàs (Valencia) con su marido y un bebé de seis meses. Durante un año regentaron el restaurante de la Muela. El sitio les gustó y se quedaron.

Ahora llevan a la niña a la escuela. La familia es feliz en Griegos a pesar del frío -«el invierno pasado llegué a ver -14º en el termómetro que tengo en la terraza», recuerda- y ahora se ríen cuando los amigos, en paro la mayoría, les dicen que acertaron al tomar la decisión. «Queríamos cambiar de vida y esto nos encantó. Te acostumbras a estar más en casa y con ir de vez en cuando un fin de semana a Valencia nos sobra».

Mª Paz Chavarría espera junto a Laura la salida de los niños por una puerta donde reza una significativa leyenda: «Pueblos con escuela = pueblos con vida». Esta madre sí que nació en Griegos, aunque a los 27 se marchó a Zaragoza y no regresó hasta los 41. No lo cambia por nada. «Los niños tienen aquí una libertad que no encontrarías en otra parte, aunque se echa en falta que no haya más chiquillos, y en invierno es algo más complicado». Los chavales son tan pocos que los miman. «Ya en primavera estás en casa y los oyes jugar en la calle. Puedes estar tranquila porque siempre hay alguien que los está vigilando. Todo el mundo los cuida», advierte.

Se cruzan los ciervos

Quien tardó en acostumbrarse fue el maestro. Miguel Ángel de Diego tiene 32 años y cuando llegó en septiembre a su nuevo destino se quedó de piedra. «Vivir aquí es como volver al pasado». Hay días que tiene que irse al pueblo de al lado para hablar con otro maestro y sentirse comprendido. Los viernes sale disparado hacia Zaragoza y no regresa hasta el domingo por la noche. Así apura al máximo. Pero eso tiene un inconveniente. «Las carreteras, sobre todo en invierno, son complicadas y cuando menos te lo esperas se te cruza un ciervo...».

Griegos no es un lugar cualquiera. Este reducto de los Montes Universales es el segundo pueblo más elevado de España con sus 1.601 metros de altitud. Solo le supera el vecino Valdelinares, también en Teruel, con 1.692. De Griegos solo se acuerdan aragoneses y valencianos cuando brotan los hongos por sus montes. Abundan, igual que las mariposas, el preciado boletus edulis y la exclusiva colmenilla.

Allá arriba, y más en un día ventoso de enero, hace un frío que pela. Quién sabe si ese es el secreto de la asombrosa longevidad de los vecinos de Griegos, que tienen una esperanza de vida de 91,4 años. El concejal Lapuente aclara que en invierno las familias se llevan a los ancianos. En Barcelona hay uno de 94; en Valencia, otro de 98, y en Albarracín resiste el más viejo, de 107 años. Por eso en esta estación solo viven 106 personas de los 146 censados que hay en Griegos. Pero en el pueblo no les gusta presumir de gente mayor y más teniendo en cuenta que el 70% están jubilados. Por eso, por prevención, estimulan la llegada de familias que arrastren a más niños. «El objetivo es llegar a los 14 o 15 alumnos en 2015», aclara el concejal. E irán a más. «Estamos proyectando un albergue, el más grande de Albarracín, que estará acabado en año y medio. Tendrá 900 metros cuadrados y 150 plazas. Esto nos permitirá emplear a más familias». Lapuente sabe que el futuro pasa por el turismo. Atrás quedaron esas aldeas que vivían de la agricultura y la ganadería. Ahora el motor son los urbanitas que buscan parajes naturales y productos artesanales.

Pero no ahora. A dos bajo cero la plaza del pueblo está desierta y el ágora de Griegos es el bar de Pepi. Allí acuden a media mañana los lugareños en busca del calor de la estufa. Un café caliente y un leño para dentro. Las conversaciones se improvisan y casi siempre giran sobre el frío o sobre aquello que acaba de escupir la tele que, como en todos los bares de España, cuelga de una pared y siempre está encendida.

Son los pequeños placeres de Griegos. Esos a los que intenta hacerse el maestro, todo vocación, el joven que al llegar descubrió que en la radio solo podía sintonizar RNE y que tenía que cambiar su teléfono a Movistar porque el resto de operadores se quedaban sin cobertura en aquel rincón. O que el camión del pescado pasaba cuando pasaba. O que hasta la farmacia hay unos cuantos kilómetros. «Pero también hay ventajas», señala De Diego, que se pone serio en clave de maestro. «Aquí hay seis niños desde los 3 hasta los 14 años y todos aprenden de todos. Además, encuentras más colaboración de los familiares que en la ciudad y hay más cercanía con el alumnado. Lo único es que les ves con ansias de relacionarse. Imagínate al de 14...». Carolina, una alumna de 6, escucha muy formal y añade: «Me encanta venir al cole, aunque me gustaría que hubiera más niños». Y en eso están.

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